Lo que empieza como una sana amistad por chat, puede terminar conviertiéndose en otra cosa…
¡Hola a todos! Quiero empezar diciendo que tengo 22 años y soy católica. Toda mi vida fue muy tranquila. La llamo “tranquila” al compararla con la vida de otras personas de mi edad. Nunca me llevé por las modas como ponerme ropa pequeña y apretada. Tampoco me gustaron el alcohol o las juergas sin control. Digo esto para advertirles que la tentación de la carne no distingue entre «tranquilos» y «movidos».
Conocí a un chico por internet y nos hicimos muy buenos amigos. Podíamos pasar horas hablando, riendo y sentía que él me entendía y me daba la seguridad que buscaba. Todo era bonito. Sus papás me conocían y aunque no teníamos el status de “enamorados” debido a la distancia, prácticamente lo éramos. Él se convirtió en mi mejor amigo, una persona en la que podía confiar y a la que siempre acudía cuando tenía algún problema. Para ese entonces yo participaba activamente en mi parroquia y muchas de las conversaciones que tuvimos fueron sobre Dios, hasta orábamos juntos por video-llamadas. Tanta perfección me hizo pensar que tal vez él era la persona por la que rezaba todas las noches desde pequeña, que tal vez él era el chico que Dios había reservado para mí.
Un día comenzamos a hablar normalmente, como siempre. Nos quedamos hasta tarde y la conversación dejó de ser sobre los temas sobre los que usualmente hablábamos, poco a poco fue subiendo de tono. Tener la webcam prendida en ese momento fue una de las peores cosas que pudimos hacer, porque fuimos tentados a cometer actos impuros frente a ella… y caímos. Ambos nos vimos como no debimos hacerlo y aunque por internet, nos provocamos placer el uno al otro.
Ese día sentí algo extraño. Fue una experiencia nueva. A pesar de saber que lo que habíamos hecho estaba mal, volvimos a hacerlo. Así fueron pasando los días. Nuestras conversaciones sobre temas interesantes, nuestras risas y planes a futuro fueron siendo reemplazadas por oscuridad, susurros, seguros en las puertas y entrega al pecado. Desde aquél momento dejamos de disfrutar estar el uno con el otro y comenzamos a disfrutar estar con el cuerpo del otro. ¡Todo se volvió un caos! Empezaron los celos por ambas partes, ya no había confianza, discutíamos mucho y pretendíamos, patéticamente, arreglarlo todo con una noche de lujuria. Dejé de sentirme una princesa para sentirme una modelo porno, y él dejó de ser un príncipe para convertirse en un chico al que le gustaba mi cuerpo.
Cada vez que lo hacía sentía cómo me apartaba de Dios y me entregaba al diablo, disfrazado de placer y de falso amor. Me sentía sucia, vacía, rechazada… sola. Cambiaba la paz del Señor por unos pocos minutos de satisfacción carnal, en esos momentos olvidaba todo, no me importaba nada. Ya no era un simple “juego” con ese chico: se estaba convirtiendo en un hábito. Yo ya no veía su corazón ni sus cualidades, ni me acordaba de porqué me gustaba tanto, sólo me enfocaba en el placer que le podía dar. Y duele admitirlo, pero era yo la que lo convencía de hacerlo y al final también era yo la que lo culpaba por no haberme detenido. Lo curioso era que después de hacer esas cosas frente a la cámara, después de tener lo que se conoce como “sexo virtual”, terminaba llorando mientras me cubría. Él lo notaba y a veces lloró también. Sabíamos perfectamente que lo que estábamos haciendo estaba lastimando esa amistad tan linda que teníamos, y sabíamos que probablemente las cosas nunca más volverían a ser como antes.
Una noche me armé de valor y fui al confesionario. No quería decir mucho sobre el tema y tenía en mente tan solo decir: “Padre, he cometido actos impuros”, esperar mi penitencia y tratar de mejorar. Pero Dios tenía otros planes. Al entrar y arrodillarme, dije lo que tenía en mente, pero la voz del sacerdote no se limitó a darme la penitencia, no se limitó a escuchar, sino a prestar atención a mis palabras y sin darme cuenta le conté todo lo que tenía en el corazón, lloré y sentí el perdón de Dios y su presencia de nuevo en mí.
Me gustaría decir que después de eso mi vida cambió, que nunca más lo volvía a hacer y que “fuimos felices para siempre”. Pero no fue así. Después de esa confesión comenzó la lucha. Me sorprendían enormemente todas las situaciones a las que estaba expuesta después de eso, muchas veces pude vencerlas, pero en medio de la lucha algunas veces volví a caer. Tuve muchos altibajos hasta que me harté, me vi y no reconocí a la persona en la que me había convertido: estaba entregando mi cuerpo a pedazos, ese cuerpo hecho por Dios que debería ser templo del Espíritu Santo, ese cuerpo que debía guardar íntegro, lo estaba mostrando como cualquier cosa, estaba dañando un regalo de Dios y tratándolo como algo sin importancia.
Decidí nuevamente dejar de hacerlo, poner todos los medios para no crear situaciones peligrosas, orar mucho y en caso de volver a caer pesar de haber tratado, correr al confesionario arrepentida de corazón. ¡Ahora he descubierto qué importante es ese Sacramento que tantas veces había pasado por alto! La Confesión es capaz de curar las heridas, de acercarnos nuevamente a Dios. Yo muchas veces intenté huir de ella pero terminé armándome de valor, y me decía: “¡No tuviste vergüenza para hacer lo que hiciste! ¿Vas a tener vergüenza para confesarlo ahora?” He aprendido que es muy importante reconocer nuestras debilidades con humildad, y buscar en Dios la fuerza que necesitamos para vivir una vida santa.
Finalmente te digo a ti que estás leyendo mi testimonio: si piensas que todo por internet es más “light”, ¡te equivocas! ¡Todo eso va dañando el alma! ¡Nunca consientas en este “juego” que te volverá esclava, esclavo, y te irá arrastrando cada vez más lejos de Dios y de ti misma, de ti mismo!
Si estás pasando por algo similar, ¡anímate a reconciliarte con Dios! Él te espera con los brazos abiertos y con amor, no ese “amor” barato que nos vende el mundo, ni ese “amor” lujurioso al que estamos expuestos continuamente, sino con un amor verdadero, el que no daña, el que no es egoísta, el que cuida y protege, el que perdona y cura. Y, finalmente, si vuelves a caer, vuelve a ponerte de pie como yo tantas veces tuve que hacer –y sigo en la lucha– por no saber detener las cosas aquella primera noche… ¡Nunca, nunca te des por vencida, por vencido! Y eso lo estoy aprendiendo de La Opción V:
“El peor fracaso no es caerse, sino nunca levantarse… ¡LEVANTANTE!”
E. F., 22 años, Perú.
Testimonio escrito para la La Opción V:
https://www.facebook.com/LaOpcionV
http://laopcionv.wordpress.com
* ¡Este Blog es un espacio creado para ti! Tú también puedes enviarnos tus preguntas, testimonio o reflexiones a laopcionv@gmail.com, con nuestro compromiso, si tal es tu intención, de guardar tu identidad en la más absoluta reserva. Con tu colaboración y participación podremos ser cada vez más quienes creemos que el amor verdadero sí existe, y que el camino para alcanzarlo es la castidad!
** Todas las publicaciones en este Blog son de propiedad de la LaOpcionV. Pueden ser difundidas libremente, por cualquier medio, consignando siempre la fuente. Está terminantemente prohibida su reproducción total o parcial con fines de lucro.