Cuando hablamos de castidad, es muy probable que nos encontremos con muchos malentendidos. Muchos creen que la castidad es lo mismo que “virginidad”, o que es “no tener sexo nunca”, o que es solo “hasta el matrimonio”, o que “es solo para curas y monjas”. Pocos entienden su verdadero significado y eso hace que reaccionen negativamente y se burlen con tan solo mencionar la palabra.
Quizá nosotros mismos, en medio de tanta confusión e ignorancia, no terminamos de entender bien qué es la castidad. Por eso es importante aclarar su significado y sus implicancias, para tener las cosas claras nosotros mismos y para poder dar razón a otros de su significado y hacerles entender la importancia que esta virtud tiene para todos.
Para empezar es importante referirnos a la etimología de la palabra. Castidad viene del latín castus, y se traduce al español como puro. Por tanto castidad y pureza son sinónimos, significan lo mismo.
Sobre la pureza podemos decir que la buscamos y preferimos en todo. Así por ejemplo, cuando se trata de beber agua, procuramos beber agua pura y no contaminada o sucia. Lo mismo podemos decir del aire, o del alimento, etc. Si se trata de metales, o de joyas, sucede lo mismo: su calidad o valor aumenta de acuerdo a su grado de pureza. Pensemos en el oro o en un diamante, por ejemplo. Y si de personas se trata, nos repugna la compañía de una persona sucia y maloliente, mientras que nos agrada la compañía de personas limpias y perfumadas. Y así se da en todo: naturalmente preferimos lo que es puro y limpio, lo que no quiere decir que no haya personas perturbadas que prefieran la suciedad u otras que no tienen alternativa, por ejemplo, cuando se trata de beber agua: si no hay otra agua para beber, mejor es arriesgarse a tomar agua sucia que morirse de sed.
¿A dónde vamos con todo esto? Pues bien, la castidad es la virtud que purifica el amor humano. Sí, y es que no todo lo que dice ser amor es verdaderamente amor, o no todo amor es de por sí un “amor puro”. Hay un amor puro y hay otro que no lo es, y todo amor humano necesita purificarse continuamente para que no se contamine.
A estas alturas te estarás preguntando: ¿Es que el amor puede ser o tener algo impuro? Y si es así, ¿qué es lo que hace impuro el amor? Sí, el EGOÍSMO hace impuro el amor, es más, el egoísmo incluso se puede disfrazar de amor para obtener lo que quiere de la otra persona, como se ve en una encuesta realizada entre jóvenes varones universitarios en EUA: el 40% admitió haberle dicho a una mujer “te amo” solo para obtener sexo.
La castidad es la virtud que purifica el amor humano del egoísmo. ¿Y qué es el egoísmo? Buscar los propios intereses antes que el bien de la otra persona. Es usar a la otra persona para mis propios fines. Soy egoísta cuando quiero que la otra persona haga lo que yo quiero en vez de yo hacer lo que es bueno para ella. Soy egoísta cuando antepongo mis caprichos, mis impulsos o mi placer al bien de la otra persona. Si lo primero que busco en una relación es disfrutar del placer que me da, aunque sea “de mutuo acuerdo”, estoy siendo egoísta y la otra persona también. La relación entonces se convierte en un “egoísmo compartido por dos solitarios”, por dos “mendigos” que buscan algo en el otro que pueda satisfacer de alguna manera su gran vacío interior, su gran vacío de amor.
Al egoísta no le importa hacer sufrir a otras personas, causarles daño con tal de obtener lo que quiere. Como hemos dicho, a veces el egoísmo se disfraza de “amor” con tal de obtener lo que quiere. Otras veces, cuando hay un amor incipiente, cuando hay un afecto verdadero entre un joven y una joven, el egoísmo es capaz de deformar y destruir el amor naciente. Ese egoísmo se mete en la relación cuando los besos se tornan apasionados, cuando llevados por el impulso se exceden en caricias, cuando no hay un dominio personal y se avanza cada vez más.
Alguno objetará: “pero si los dos estamos de acuerdo y nos amamos, ¿qué tiene de malo?” Te respondo: cuando la búsqueda del placer y del sexo entran en la relación antes de tiempo (o sea, antes del matrimonio), la relación se distorsiona. El amor es como una semilla que echa su tallo. Si no lo cuidas, si lo expones al fuego o al sol intenso, se puede marchitar y morir. Para que el amor crezca y madure, para que se convierta en un árbol sólido que dé buenos frutos, hay que cuidarlo con la castidad, con el mutuo respeto, poniendo los límites claros y luchando juntos por mantenerlos. El grave riesgo que se corre cuando se adelantan las cosas es éste:
«Hace once meses que estoy con mi novia (enamorada), recién hemos tenido relaciones sexuales por primera vez y me duele tanto haberlo hecho, porque desde que lo hice ya no soy capaz de mirar su corazón como lo hacía antes; ¡ahora sólo pienso en eso!» (Un joven de 17 años)
¿Entiendes? Había amor, pero un amor que necesitaba madurar, crecer, hacerse fuerte en la espera. Al apresurarse con el sexo, la mirada del joven se deformó, se enturbió. Y eso es lo que suele suceder en un hombre que no tiene madurez, que no es capaz de dominarse, de esperar, de purificar sus intenciones: deja de ver el corazón de su amada y empieza a verla cada vez más como un objeto de placer. Así crece el egoísmo, y el amor decrece y se marchita.
Esa desviación y deformación del amor es un peligro del que muy pocos jóvenes (y adultos) son conscientes. Muchos, ilusionados, se niegan a aceptar que pueda pasarle a ellos, “porque lo nuestro sí es amor”. Pero lamentablemente se produce con mucha facilidad cuando se exceden los límites en la relación, cuando se da rienda suelta a la sensualidad que va llevando poco a poco al erotismo y a las relaciones sexuales prematuras. En palabras de una joven:
«Yo tenía 15 años y creía con todo mi corazón que era amor. Me dijo que si lo amaba, se lo debía demostrar. Así que lo hice. Al poco tiempo, él ya no quería pasar tiempo conmigo; estaba pasando el tiempo sólo con mi cuerpo».
La experiencia de otra joven nos ayuda a comprender mejor aún esta realidad:
«Me di cuenta que mi relación fracasó totalmente porque después de haberme entregado no había libertad, se fue el respeto, ni paz ni tranquilidad estaban en mi día a día, se acabaron los detalles y después de eso dejó de haber confianza, ocasionó millones de problemas y en vez de sentirme segura me sentía insegura al 100%».
La castidad, lejos de lo que se cree y se dice, no limita el amor ni lo reprime, sino que lo libera y purifica del egoísmo para elevarlo a su plena madurez. La castidad no va en contra de tu naturaleza, no es “antinatural” como algunos quieren hacernos creer, sino que “te vuelve de salvaje en humano”, más aún, en divino, y así la castidad hace que tu naturaleza humana evolucione a un nivel espiritual superior. Sólo entonces serás capaz de amar y ser amado como lo reclama tu corazón, porque fuiste hecho para el amor y porque sólo un amor verdadero podrá satisfacer esa necesidad de amor que hay en ti.
Ahora te pregunto: ¿Qué clase de amor quieres para ti? ¿Un amor puro? ¿O un amor contaminado por el egoísmo? Si has leído hasta acá, seguro que quieres un amor puro, verdadero, auténtico, que responda a tus anhelos más profundos, que traiga gozo, paz, alegría y felicidad a tu corazón. Sí, el camino para alcanzar ese amor es la castidad, una «energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su realización plena» (Juan Pablo II).
La castidad no es simplemente “no hacer esto, o no hacer esto otro”. No es represión de tus “impulsos naturales”. No es un conjunto de prohibiciones que te limitan o impiden expresar todo tu amor. ¡Nada más equivocado que eso! Quien cree que eso es la castidad, está completamente equivocado. La castidad es, en cambio,
«una forma de vida que te da libertad, respeto, paz, alegría y hasta romance, sin reproches, sin temores ni angustias. La castidad libera a las parejas de la actitud egoísta de usarse uno al otro como objetos, dejándolos libres para tener y gozar de un amor verdadero. Vivir la virtud de la castidad, de forma positiva, va purificando tu corazón en todos los ámbitos, fortalece tu voluntad y tu relación íntima con el Señor». (Mary Beth Bonacci, Tus preguntas y respuestas sobre el sexo).
P. Jürgen Daum
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